Agencias / MonitorSur, CIUDAD DE MÉXICO .- La fiesta del odio está en su punto alto. Ahí donde unos ven algo que los inspire y asombre, otros ven combustible para su eterno resentimiento. No importa quién. Ni de dónde. En la fiesta del odio se trata de masacrar a un deportista que no cumplió con las expectativas (corrijo, con tus expectativas), con la proeza deportiva que nunca podrás hacer pero esperas, no, exiges, que se lleve a cabo.
Si algunos Juegos Olímpicos se han tornado especialmente vergonzosos esos son los de Tokio 2020, por el lado del odio y el maltrato que ha destilado la gente hacia los atletas que no han terminado con una medalla al cuello. Y eso es el 99.9% de los que allí están. Siempre ha sido así, pero si pensábamos que una pandemia nos haría mejores personas estábamos equivocados.
Los Juegos que nos reconfortarían después de dolorosas pérdidas y angustiosos momentos; los Olímpicos que nos unirían a la distancia tras mas de un año separados han resultado en el pretexto perfecto para arrastrar por los suelos a quienes tuvieron que hacer un doble esfuerzo para sobrevivir y mantenerse en condiciones óptimas para un evento de este nivel. Pero si a estas alturas no respetamos a los médicos, qué podemos esperar de nuestra actitud hacia los deportistas.
Nadie puede decirse un santo a la hora de emitir juicios, enroscarse y procurar no morderse para no fenecer ante el veneno propio. Pero no pasaba de charlas que servían para alargar reuniones y avivar el ánimo. No nos ponemos de acuerdo para no aburrirnos. Y hasta cuidamos lo que decimos, por el qué dirán y quién está. Pero con las redes sociales ya es otra cosa.
La alegría y asombro que otrora nos causaban las historias de los émulos de semidioses griegos no duran ni cinco minutos cuando ya hay alguien despotricando contra los ‘derrotados’, los que por una centésima de segundo o la decisión de un juez no pudieron ser laureados y registrados en los anales del Olimpo.
Porque razones para festejar hay muchas. Desde el shock que causa ver a niñas de 13 años flotando sobre una tabla con ruedas; a un campeón de clavados gritar al mundo que es orgullosamente gay; a un equipo de gimnasia compitiendo con trajes que evitan la sexualización de sus cuerpos, hasta ver a la non plus ultra de las atletas decir que no puede más, no física, sino mentalmente.
Nótese que he nombrado hitos que cambiarán la historia humana y no solo la de los Juegos Olímpicos, pero preferimos pasar de largo su trascendencia y abrir la llave al odio disfrazado de crítica (sí, si no logras ver la diferencia eres parte del problema) en la plataforma que pensamos que nos haría iguales y solo nos volvió más ruines: internet.
Desde una ficticia e hipócrita superioridad moral pisoteamos no solo sus resultados, sino su comportamiento, su apariencia, sus gustos y preferencias, sus festejos, sus lágrimas, su origen, sus solicitudes, exigencias, la lucha por sus derechos, sus atuendos y todo lo que no nos atreveríamos a decirle a alguien de frente, pero que muestra un reflejo de nuestro verdadero ser.
Desde un miserable sillón pasamos de la crítica a la exigencia para quien nada nos debe. No son funcionarios públicos que vivan de tus impuestos ni personajes de circo que deban darte diversión. Un día deberás entender que un becado no te debe la vida ni mucho menos someterse a tus designios o caprichos. Un día tendrás que entender que ir a los Juegos Olímpicos no tan fácil como crees y que si tú no estás ahí no es porque no quieres, sino porque no puedes.
No puedes con los sacrificios que implica ser un atleta de alto rendimiento. No puedes con la privación de una dieta rigurosa y horarios estrictos. No puedes no salir de fiesta y afrontar la distancia y la soledad. Peor aún, no puedes con la competencia de quedar entre los mejores de tu propio país y después sufrir el pasmo de realidad al ver que lo que para ti significó una hazaña de sobrevivencia sobrehumana, para otros fue parte de un hobbie con el que aderezaron una vida de privilegios, con estructuras de gobierno que los apoyaron desde pequeños y velaron por su salud y bienestar para tenerlos ahí.
Pero lo más importante, no puedes con la presión de ver a una horda de inadaptados que malentienden el término de figura pública y te acosan, insultan y llenan tus redes sociales con mensajes de odio que te hacen dudar de tu esfuerzo y te presionan a tal punto que piensas que la única forma de salir avante y no ‘fallarles’ es ganar 10 oros, tener una figura para modelo de revista y no enojarte nunca. De lo contrario, el infierno te espera.
A donde vayas el teléfono te recordará con múltiples sonidos de alarma que no importa que seas el 4º, el 8º, el 256º mejor en lo que haces entre 8 mil millones de personas del planeta. Tu pecado es no ser el primero, cuando el que te lo dice puede que ni remotamente sea el mejor en lo que hace. Puede incluso que lo que haga ni siquiera le guste y entonces agrega un punto más al odio que te tiene, porque tú, como deportista, sí lo haces.
En la fiesta del odio de Tokio la competencia principal no es deportiva, sino inmoral. Sin empatía. Creemos que gana el que haga el comentario más humillante, más degradante, más inhumano. Insultamos por convivir, siempre y cuando no sepan que lo hacemos.
No pueden poner una foto de perfil y nombre real para emitir una opinión y creen tener la autoridad moral para destruir la vida y nervios de quien ha dejado todo para llegar a una meta. Nada más cobarde que juzgar desde el anonimato.
Quizás ha llegado el momento de que la valentía sea recompensada. Todos los que están en Tokio la tienen por todo lo que ya dijimos. Unos incluso a grados extraordinarios, como los que se retiran sin importarles el qué dirán. O los que antes de escribir un comentario piensan en el posible daño que pueden causar. Esos valientes son lo que prevalecerán. Las fiestas de odio no duran para siempre y sirven, al menos, para sacar de nuestras vidas a quienes solo saben hacer daño, quedando olvidados en sus miserables sillones.
Con información de la agencia ‘EFE’.
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