Agencias, Ciudad de México.- El ecuatoriano Javier Andrade ha soltado en la ciudad española de Málaga su bomba reflexiva, “Lo invisible”, una película íntima, intensa, femenina y terriblemente angustiosa que recae íntegramente en los hombros (nunca mejor dicho) de su protagonista, Anahí Hoeneisen, Luisa.
“Buscaba hacer una película muy bonita, muy linda estéticamente, sobre una persona que está muy sola”, ha explicado el ecuatoriano en una rueda de prensa celebrada tras la proyección de la cinta, que compite por la Biznaga de Oro en el 25 Festival de Cine de Málaga.
La idea de “Lo invisible”, ha explicado, nació de la colaboración con la actriz, que también es coautora del guion, y su marido, el fotógrafo Andrés Andrade (nada que ver con el director), para crear “un personaje que dibujara un tipo de melancolía o depresión y hacer esa depresión para un personaje femenino”.
Así, “la película está hecha para ella”, y les pareció interesante plantearla en la escala más alta de la sociedad ecuatoriana: “Como la heredera de la hacienda, de los grandes propietarios del feudo, y ver dónde estaba eso en el siglo XXI”, ha dicho.
“Lo invisible” es todo lo que hay en la vida de esta pobre niña rica, acusada de haber querido dañar a su bebé, y que el espectador conoce cuando ha salido de un hospital psiquiátrico después de varios meses -su raya del tinte lo cuenta muy inteligentemente-, que lleva mal la vuelta a casa entre pastillas y copas prohibidas, insatisfecha e incómoda, pero sobre todo, invisible.
Sólo encuentra paz al lado de su tata, una india quechua que interpreta soberbiamente la actriz aficionada Matilde Lagos -Andrade la encontró en un centro de teatro para mayores, su “Dua Lipa indígena”, dice, porque también canta y baila-, la única que la calma y la comprende. Una madre que no es, pero que la acuna como ella no sabe hacer con su bebé.
“La idea era hacer el reverso de mi primera película, “Mejor no hablar (de ciertas cosas)”, 2012, rodada en los Andes, con una voz en off que domina la narración y de personajes masculinos”.
Por eso, apunta el director, “decidimos deliberadamente que fuera más una película de experiencia que de argumento, de nuevo en contraste con mi cinta anterior, que tenía un argumento muy evidente. Creímos que una actuación potente serviría para sostener una situación ambigua, pero muy concreta en lo cinematográfico”.
Del mismo modo, señala la importancia de los silencios, “silencios ruidosos”, dice, mientras los ruidos no se escuchan, parte también de esta invisibilidad de una mujer incapaz de gobernar su dolor, que se autolesiona y degrada sólo para ver si, de ese modo, puede con la pena.
“Queríamos construir una situación y un entorno que dispararan temas de clase, de salud mental y de soledad, la depresión es algo que me preocupa de forma personal y cuando entró Anahí decidimos que fuera algo específicamente femenino”, aclara Andrade.
El director recuerda que hubo un par de ideas que estuvieron en el origen: “Esa historia del que se fue a por tabaco y no volvió”. Y una reflexión que le hizo su hermano: “La gente tiene hijos como anclas para que su relación se salve, pero a veces eso no funciona”.
Analizaron qué le pasaría a esta mujer; eso les llevó al posparto, a investigar los llantos, la soledad, el sentimiento de culpa.
Luego, la pandemia jugó a su favor y le dio “año y medio” para ensamblar la película “y crear la atmósfera que funcione”.
La cinta acaba con una nana quechua, cantada del tirón sin cortes por Matilde Lagos, “Manila”, mientras mira por un enorme ventanal hacia el bosque por el que ha desaparecido Luisa.
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