Agencias / MonitorSur, Ciudad de México.- La Gran Central Metropolitana, la principal terminal de autobuses en la ciudad de San Pedro Sula de donde partió la caravana de migrantes que ha recorrido casi 2.000 kilómetros, es escenario de los destinos cruzados de muchos hondureños que sueñan con una vida mejor en Estados Unidos.
Por las noches, docenas de personas duermen en el suelo o en el césped. Algunas esperan el autobús que las llevará a la frontera con Guatemala, desde donde iniciarán el viaje a su “sueño americano”. Otras, tumbadas al lado, regresan tras fracasar en el intento y esperan transporte para volver al lugar que quisieron dejar atrás.
Según el gobierno mexicano, cientos de personas la mayoría hondureños que se unieron a la caravana que ahora está en la Ciudad de México o a otras posteriores han regresado a su lugar de origen. Algunos se cansaron o enfermaron. Otros fueron detenidos o desistieron de pedir asilo y aceptaron que les repatriaran.
Muchos vuelven a la terminal de autobuses con la tristeza y la frustración en el rostro, pero la mayoría comparten una idea: lo volverán a intentar, aunque no sepan cuándo.
“Me voy a ir 30 veces más si es posible”, aseguró Daniel Castañeda, un joven de 18 años de Comayagua, en el centro del país, que se lanzó a probar suerte en la segunda caravana y le detuvieron al cruzar a México después de un choque con la policía en el puente fronterizo a finales de octubre. “No le digo cuándo, pero de que me voy a seguir yendo, me voy a seguir yendo. El país se va a quedar vacío”.
Reny Maudiel, un adolescente de 16 con cara de niño asustado, decidió regresar debido a esos brotes violentos que, a juicio de algunos analistas, se debieron a que gente con vínculos delictivos se infiltró en ese segundo grupo.
Maudiel tenía los pies llagados y estaba cansado, pero este joven aprendiz de albañil no pierde la esperanza de volver a intentarlo. “Espero que surja otra oportunidad”, afirmó.
Aunque el presidente estadounidense Donald Trump arremetió contra la caravana durante la campaña para las elecciones legislativas del martes con el argumento de que había delincuentes entremezclados con los migrantes, quienes dejan el país cuentan que huyen de la pobreza, el desempleo y la inseguridad.
San Pedro Sula es una de las ciudades más violentas en una nación con una de las tasas de homicidios más elevadas del mundo. Las dos principales pandillas, la Mara Salvatrucha y Barrio 18, se disputan territorios, y las fuerzas de seguridad no cuentan con la confianza de los ciudadanos. Además, casi 5,5 millones de hondureños más del 60% de la población son pobres, según el Banco Mundial.
Pablo Alba es uno de ellos. Este veterinario de 64 años se emociona al recordar a su hijo de 11 enganchado a su cuello y pidiendo irse con él al norte. Se negó.
“Si hay que sufrir, voy a sufrir solo”, le dijo antes de dejarle junto a sus tres hermanos al cuidado de su casera y unirse, solo con lo puesto, a la caravana que salió de San Pedro Sula el 13 de octubre. Nunca antes había pensado en emigrar porque en ningún momento de su vida se le había dificultado tanto encontrar trabajo como ahora: apenas vendía los tamales que cocinaba su casera, aunque antaño sí ejercía como veterinario.
Nueve días después de dejar su hogar, cuando ya había cruzado dos fronteras, pidió asilo y lo llevaron a un centro de retención donde se sintió como en una cárcel. Al no poder comunicarse con su familia no tenía dinero ni teléfono desistió de su solicitud y pidió volver a Honduras. Ahora asegura que volverá a intentarlo en marzo con sus hijos, de 14 y 11 años.
Según las autoridades mexicanas, otras 478 personas han pasado por lo mismo y el país ha recibido hasta ahora 3.230 solicitudes de refugio de integrantes de la caravana.
Al margen de estos movimientos en grupo actuales, el flujo de personas que han regresado desde territorio mexicano a Honduras es constante: este año han sido devueltos una media de 136 hondureños al día de enero a septiembre, según datos del Instituto Nacional de Migración.
Las mujeres y los niños suelen llegar directo a un albergue de San Pedro Sula vía terrestre o en aviones fletados por México. Los hombres arriban en autobús a Omoa, una ciudad en la costa del Caribe, donde realizan los trámites del retorno y desde donde son trasladados a la terminal de San Pedro para que tomen ahí otro autobús hasta sus ciudades de origen con un boleto gratuito.
Algunos días, funcionarios del gobierno hondureño los reciben sentados tras una mesa de plástico y les ofrecen una “bolsa solidaria”: productos básicos como arroz o pasta con una foto firmada del presidente Juan Orlando Hernández incluida.
Según explicó uno de los trabajadores, Jorge Márquez, también toman sus datos “para darles seguimiento” y para que, supuestamente, puedan beneficiarse de los apoyos que el mandatario ha prometido para atajar lo que muchos analistas consideran un éxodo sin precedentes, que en su punto álgido llegó a sumar 7.000 personas caminando juntas.
Algunos de los que regresaron señalan que intentarán buscar opciones de vida donde antes nos las encontraron, pero la mayoría de los entrevistados por la AP ven muy negro su futuro si permanecen en el país.
Lo que sí levanta la moral a muchos son las promesas del presidente electo de México, Andrés Manuel López Obrador, de dar visas especiales a los centroamericanos que quieran trabajar en el país.
Gerardo Castillo, un albañil de 35 años que dejó a sus dos hijos en Olancho porque no quería exponerlos a la caravana y tiene otros dos en Estados Unidos, intentará aprovechar las oportunidades que ofrezca el nuevo gobierno mexicano.
Castillo, que se quejó de que los agentes de migración dejaban pasar al grueso de la caravana pero detenían a grupos que quedaban aislados, como en el que iba él, tiene un plan claro para el día del traspaso de poder en México: “El 1 de diciembre estoy en Tecún Umán”, la frontera con Guatemala.
Olvin Fernando Murillo, de 20 años, llegó casi 300 kilómetros (186 millas) más al norte, a la ciudad de Arriaga, pero muy lejos todavía de Phoenix, en Estados Unidos, donde tiene un hermano. Iba con su novia, de 16 años, que se enfermó, y al no mejorar decidieron regresar a El Paraíso, departamento fronterizo con Nicaragua. Murillo vendió su celular para sacar algo de dinero y ahora solo lleva una mochila verde que le regalaron en Chiapas y planes en la cabeza: “Tomar un descanso y en enero, la otra caravana”.
Los rumores de que en los próximos meses se repetirá esta nueva forma de emigrar en grupo y a cara descubierta, considerada más barata porque se evita el pago a los contrabandistas, conocidos como coyotes y más segura, se multiplican en cada rincón de Honduras.
Sin embargo, el panorama que pueden encontrar estos migrantes al llegar a territorio estadounidense es sombrío.
Conseguir asilo en ese país no es nada fácil porque solo pueden acceder a ese estatus quienes demuestren estar en peligro, pero no los que migran por problemas económicos, aunque éstos sean motivados, en parte, por la violencia. El trámite, además, puede tardar meses, periodo en el que los solicitantes generalmente viven en centros de detención.
Por si fuera poco, Trump dijo que iba a endurecer aún más los requisitos para conceder asilo y ha mantenido una agresiva retórica al anunciar que reforzará la frontera sur con 15.000 militares.
Los migrantes son conscientes de esta realidad, pero parece importarles poco.
Claudia Noriega, una joven de 27 años que desde que subió el precio del azúcar no vende suficientes dulces para vivir, está decidida a marcharse pese a ser consciente de que puede acabar como las personas que descansan a unos metros de ella.
“Lo importante es intentarlo”, comenta. “Y si no se puede, hay que ver qué hacemos”.
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