Por Ron Srigley, escritor y profesor en el Instituto de Tecnología y Aprendizaje Avanzado de Humber y en la Laurentian University (ambos en Canadá) / MonitorSur.- Hace unos años, realicé un experimento con un grupo de alumnos a los que enseñaba filosofía. Todos habían obtenido unos resultados bastante malos en los exámenes del primer semestre del curso. Y tenía la impresión de que el uso generalizado de teléfonos móviles y ordenadores portátiles en clase era en parte del problema. Así que les pregunté qué creían que había salido mal. Después de unos momentos de silencio, una joven levantó la mano y dijo: “No entendemos lo que pone en los libros, señor. No entendemos esas palabras”. Miré a toda la clase y los vi sinceros y pensativos, asintiendo con la cabezas
Improvisé una solución: les ofrecí un crédito adicional si me daban sus teléfonos durante nueve días y escribían un ensayo sobre cómo su vida sin ellos. Doce alumnos, aproximadamente una tercera parte de la clase, aceptaron la propuesta. Lo que escribieron fue extraordinario y sumamente consistente. Al tener la oportunidad de decir lo que sentían, estos estudiantes universitarios no se dejaron seducir tan fácilmente por la industria tecnológica y sus dispositivos.
En general, la opinión más común sobre teléfonos móviles, redes sociales y tecnología digital, tanto entre la industria y como en la educación , es que crean comunidad, fomentan la comunicación y aumentan la eficiencia, lo que mejora nuestras vidas. La reciente reformulación de Mark Zuckerberg de la declaración de la misión de Facebook es un ejemplo de ello: ahora la compañía tiene como objetivo “dar a las personas el poder de crear una comunidad y acercarse más a todo el mundo”.
Sin sus teléfonos, la mayoría de mis estudiantes al principio se sentían perdidos, desorientados, frustrados e incluso asustados. Eso parecía respaldar la narrativa de la industria: sin nuestra tecnología, la gente acaba desconectada y solitaria. Pero después de solo dos semanas, la mayoría empezó a pensar que, en realidad, sus teléfonos móviles limitaban sus relaciones con otras personas, afectaban sus propias vidas y de alguna manera los aislaban del mundo “real”. A continuación, aquí hay algunos fragmentos de sus ensayos.
“Parece algo raro”
“Aunque resulte difícil de creer, tuve que acercarme a un desconocido y preguntarle qué hora era. Sinceramente, tuve que armarme de valor para dirigirme a alguien“, escribió Janet. (Su nombre es un seudónimo, igual que los demás). Así describe la actitud que notó: “¿Por qué me pregunta por la hora? Todo el mundo tiene un teléfono móvil. Parece algo raro”. Emily se dio cuenta de algo más. Cuando se cruzaba extraños “por un pasillo o cuando en la calle” casi todos sacaban su teléfono “justo antes de poder mirarnos a los ojos”.
Para estos jóvenes, el contacto humano directo e inmediato es algo casi de mala educación y extraño. James lo explica así: “Una de las peores cosas pero también de las más comunes que hace la gente hoy en día es sacar su teléfono móvil y usarlo en una conversación cara a cara. Es algo muy irrespetuoso e inaceptable, pero por otro lado, a veces me veo haciéndolo porque es la norma”. Por su parte, Emily notó que “muchas personas usaban sus teléfonos móviles cuando sentían que estaban en una situación incómoda, por ejemplo [sic] estar en una fiesta en la que nadie les hablaba”.
Sin sus teléfonos, la mayoría de mis estudiantes al principio se sentían perdidos, desorientados, frustrados e incluso asustados. Pero después de solo dos semanas, la mayoría empezó a pensar que sus teléfonos móviles limitaban sus relaciones con otras personas.
Esta protección contra los momentos incómodos provoca una pérdida de relaciones humanas, una consecuencia que casi todos los estudiantes identificaron y lamentaron. James escribió que sin su teléfono se vio obligado a mirar a los demás a los ojos e iniciar una conversación. Stewart encontró un punto moral: “La necesidad de tener [relaciones reales con la gente] obviamente me hizo una mejor persona porque aprendí a lidiar mejor con la situación, y no solo mirar el teléfono”. Diez de los 12 estudiantes afirmaron que sus teléfonos afectaban su capacidad de mantener tales relaciones.
Prácticamente todos admitieron que la facilidad de comunicación era uno de los mayores beneficios de sus teléfonos. Sin embargo, ocho de ellos aseguraron que sentían un verdadero alivio por no tener que responder a la habitual avalancha de mensajes y publicaciones en las redes sociales. Peter escribió: “Tengo que admitir que estuvo bastante bien no tener el teléfono toda la semana. No tuve que escuchar esa maldita cosa sonar o vibrar ni una sola vez, y no me sentí mal por no contestar las llamadas telefónicas porque no había ninguna no deseada”.
De hecho, el lenguaje que usaron indica que experimentan esta actividad casi como un tipo de acoso. William escribió: “Me sentí muy libre sin teléfono y estuvo bien saber que nadie podía molestarme cuando no quería que me molestaran”. Emily destacó que “dormía más tranquilamente después de las primeras dos noches de intentar dormir de inmediato cuando se apagaban las luces”. Varios estudiantes afirmaron que la comunicación con otros se había vuelto incluso más fácil y más eficiente sin sus teléfonos. Stewart escribió: “En realidad, hacía las cosas mucho más rápido sin el móvil porque en vez de esperar la respuesta de alguien (que ni siquiera se sabe si leyó el mensaje o no), simplemente lo llamaba [desde un teléfono fijo], recibía una respuesta o no, y pasaba a otra cosa”.
Los tecnólogos afirman que sus dispositivos nos hacen más productivos. Pero para los estudiantes, los teléfonos tenían el efecto contrario. Elliott escribió: “Escribir un trabajo sin tener el teléfono al lado aumentó mi productividad al menos el doble. Me concentraba en una única tarea y no me preocupaba por nada más. Estudiar para un examen también me resultó mucho más fácil porque no estaba el teléfono para distraerme”. Stewart descubrió que podía “sentarse y concentrarse en escribir un trabajo”. Añadió: “Como pude dedicarle el 100 % de mi atención, no solo fue mejor el producto final que pude generar, también lo terminé mucho más rápido”. Incluso Janet, que echaba de menos su teléfono más que los demás, admitió: “Algo positivo de no tener el teléfono móvil fue que fui más productiva y era capaz de prestar más atención en clase”.
Algunos estudiantes no solo se sentían distraídos por sus teléfonos, sino moralmente afectados. Kate destaca: “Tener un teléfono móvil realmente ha afectado mi código personal de valores y esto me asusta… Lamento admitir que este año he enviado mensajes de texto en clase, algo que en el instituto me juré que nunca haría… Estoy decepcionada conmigo mí misma al ver cuánto he llegado a depender de la tecnología… Empiezo a preguntarme si eso ha afectado lo que soy como persona, y me doy cuenta que sí”. Y aunque James cree que la tecnología debe seguir avanzando, escribió que “lo que mucha gente olvida es que resulta vital no perder nuestros valores básicos por el camino“.
Otros estudiantes estaban preocupados de que su adicción a los teléfonos móviles los privara de una relación con el mundo. James lo describió así: “Fue casi como si la Tierra se hubiera detenido y pudiera ver lo que pasaba a mi alrededor y me preocupara por los acontecimientos actuales… Este experimento me ha aclarado muchas cosas y seguramente reduciré bastante el tiempo que paso con mi teléfono móvil“.
Stewart destacó que empezó a ver cómo las cosas “realmente funcionaban” cuando estaba sin su teléfono: “Algo muy importante que aprendí mientras hacía esta tarea es lo involucrado que estaba en el mundo que me rodeaba… Me di cuenta de que la mayoría de la gente no se involucraba… Tenemos un enorme potencial para conversar, interactuar y aprender unos de otros, pero estamos demasiado distraídos por las pantallas… y no participamos en los acontecimientos reales que nos rodean”
‘In loco parentis’
Algunos padres estaban encantados de cómo eran sus hijos sin teléfono. James destacó que su madre “pensó que era genial que no tuviera el teléfono porque le prestaba más atención mientras hablaba”. Uno de los padres incluso quiso unirse al experimento.
Pero para algunos estudiantes, los teléfonos representan una vía de contacto con sus padres. Como escribió la profesora de la Universidad de Texas en Austin (EE. UU.) Karen Fingerman en un artículo de 2017 publicado en la revista Innovation in Aging, a mediados y finales del siglo XX, “solo la mitad de los padres [estadounidenses] afirman haber tenido contacto con su hijo adulto al menos una vez a la semana”. En cambio, escribe, los recientes estudios encuentran que ahora “casi todos” los padres de jóvenes adultos están en contacto semanal con sus hijos, y más de la mitad de ellos tiene un contacto diario por teléfono, mensaje de texto o en persona.
La ciudad en la que vivían tenía una de las tasas de criminalidad más bajas del mundo y casi ningún delito violento de ningún tipo, pero, ellos sintieron un miedo generalizado e indefinido.
Tras pasar unos días sin su teléfono móvil, Emily escribió: “Sentí que deseaba alguna interacción con un miembro de la familia. Ya fuera para animarme para los próximos exámenes, o simplemente para saber que alguien me apoyaba”. Janet admitió: “Lo más difícil fue el reto de [sic] no poder hablar con mi madre o no poder comunicarme con nadie en esos momentos. Fue demasiado estresante para mi madre”.
La seguridad también fue un tema recurrente. Janet escribió: “Tener un teléfono móvil me hace sentirme segura de alguna manera. Así que, al no tenerlo la vida me cambió un poco. Tenía miedo de que algo grave pudiera pasar durante la semana en la que no tenía el móvil”. Y se preguntó qué hubiera pasado si alguien la “hubiera atacado o secuestrado o algo parecido o tal vez incluso si hubiera sido testigo de un crimen, o hubiera necesitado llamar a una ambulancia”.
Lo que resulta revelador es que estos estudiantes percibieron que el mundo era un lugar muy peligroso. Los teléfonos móviles les parecían necesarios para combatir ese peligro. La ciudad en la que vivían tenía una de las tasas de criminalidad más bajas del mundo y casi ningún delito violento de ningún tipo, pero, ellos sintieron un miedo generalizado e indefinido.
Vivir a trozos
La experiencia de mis alumnos con los teléfonos móviles y con las plataformas de redes sociales puede no ser exhaustiva ni estadísticamente representativa. Pero está claro que estos dispositivos los hacían sentirse menos vivos, menos conectados con otras personas y con el mundo, y menos productivos. También provocaban que muchas tareas fueran más difíciles y alentaban a los estudiantes a actuar de formas que consideraban poco dignas. En otras palabras, los teléfonos no les ayudaban. Les perjudicaban.
Realicé este ejercicio por primera vez en 2014. Lo repetí el año pasado en la institución más grande y más urbana donde enseño ahora. Esta vez la ocasión no fue por un examen suspenso; sino por mi desesperación por todos los alumnos. Quiero ser claro, no es nada personal. Siento un gran cariño por mis alumnos como personas. Pero son pésimos estudiantes; o más bien, en realidad no son estudiantes, al menos no en mis clases. En un día cualquiera, el 70 % de ellos están sentados delante de mí comprando, enviando mensajes de texto, terminando sus tareas, viendo vídeos o haciendo otras cosas. Incluso los “buenos” estudiantes lo hacen. Nadie intenta ocultarlo como antes. Es lo que hacen.
En su mundo yo soy la distracción, no sus teléfonos o sus perfiles de redes sociales o sus redes. Sin embargo, para lo que se supone que debo hacer: educar y fomentar sus mentes jóvenes, las consecuencias son bastante malas.
¿Ha cambiado algo entre el primer experimento y el segundo? La mayor parte de lo que escribieron en sus trabajos se parecía a lo que recibí en 2014. Los teléfonos afectaban sus relaciones, no les permitían una vida real porque les distraían de los asuntos más importantes. Pero hay dos diferencias notables. Primero, para estos estudiantes, incluso las actividades más simples: coger el autobús o el tren, pedir la cena, levantarse por la mañana, incluso saber dónde estaban, requerían sus teléfonos móviles. A medida que el teléfono se hizo más omnipresente en sus vidas, su miedo a quedarse sin él parecía crecer rápidamente. Estaban nerviosos y perdidos sin ellos.
Esto puede ayudar a explicar la segunda diferencia: en comparación con el primer experimento, el segundo grupo mostró un fatalismo con los teléfonos. Las observaciones de Tina lo describen bien: “Sin teléfonos móviles, la vida sería simple y real, pero no podríamos hacer frente al mundo y a nuestra sociedad. Después de unos días sin el teléfono me sentí bien cuando me acostumbré. Pero supongo que solo me parecería bien por un corto período de tiempo. Uno no puede esperar competir eficazmente en la vida sin una fuente tan conveniente de comunicación como son nuestros teléfonos”. Esta conclusión no tiene nada que ver con la reacción de Peter, quien unos meses después de terminar el curso de 2014 lanzó su móvil al río.
Creo que mis alumnos están siendo completamente racionales cuando se “distraen” con sus teléfonos en mi clase. Entienden el mundo para el que se están preparando mucho mejor que yo. En ese mundo, la distracción yo soy, no sus teléfonos o sus perfiles de redes sociales o sus redes. Sin embargo, para lo que se supone que debo hacer yo: educar y fomentar sus mentes jóvenes, las consecuencias son bastante malas.
Paula tenía 28 años, un poco más que la mayoría de los estudiantes de la clase. Había vuelto a la universidad con un deseo real de estudiar después de trabajar durante casi una década al terminar la secundaria. Nunca olvidaré la mañana en la que ella hizo una presentación en una clase aún más ensimismada de lo habitual. Después de acabar, me miró desesperada y me simplemente dijo: “¿Cómo demonios lo haces?”
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