Agencias / MonitorSur, Ciudad de México.- Los zombis de Walking Dead y los Caminantes Blancos de Juego de Tronos tienen algo en común: sus cuerpos muertos están en proceso de descomposición, algunas partes faltan o están despellejadas, y otras están deformadas. Con esta tétrica imagen algunos paleontólogos se lanzan a la reconstrucción de fósiles de dinosaurios.
Aunque ya no queden más que sus huesos, esas criaturas que habitaron la Tierra hace millones de años tuvieron en su momento más músculos y grasa que los muertos vivientes de la noche de Halloween. Pero, tras la muerte del animal, la materia orgánica es la primera en desaparecer y el cuerpo queda incompleto en el momento de fosilizarse.
Este proceso podría distorsionar la forma original de dinosaurios y otros seres en el momento de reconstruirlos. Entonces, ¿fueron como realmente creemos?
“Tan pronto como un organismo muere, comienza a descomponerse y este proceso de descomposición inevitablemente implica cambios en la apariencia de las características o partes del cuerpo: pueden colapsar, alterar su forma o posición; muy pronto se licúan y son devorados por bacterias hasta que no queda nada”, explica la profesora Sarah Gabbott de la Escuela de Geografía, Geología y Medio Ambiente de la Universidad de Leicester (Reino Unido).
En un estudio, publicado en la revista Paleontology y financiada por el Natural Environment Research Council de Reino Unido, un grupo de científicos británicos ha realizado una serie de experimentos con cadáveres de animales actuales para tratar de entender cuánto falta de un fósil y qué ha cambiado por la descomposición y la mineralización.
Para estos paleontólogos, la imagen que se crea de los animales y sus ecosistemas es más precisa, más completa y, sobre todo, menos parcial. “Algunas de las características que están presentes no se parecen en nada a las que tenían cuando el animal estaba vivo y muchos rasgos faltan por completo. El truco es reconocer las características parcialmente descompuestas, donde las partes del cuerpo se pudrieron por completo”, recalca Mark Purnell, autor principal e investigador en la Universidad de Leicester (Reino Unido).
Según estos científicos, la descomposición de animales muertos, desde el pez payaso y lampreas (criaturas primitivas similares a anguilas) hasta insectos y varios gusanos, muestra que los experimentos “cuidadosamente diseñados” proporcionan información única sobre los procesos de descomposición y fosilización.
Sin embargo, ¿hasta qué punto influyen los tejidos blandos para conocer la historia de la biodiversidad y la evolución? “Sin los tejidos esqueléticos no conoceríamos ni a los dinosaurios, ni a los trilobites, ni a los ammonites, ni el origen de la vida hace 3,500 millones de años, ni a la mayoría de nuestros antepasados porque la mayoría del registro fósil consiste en eso solo: esqueletos, conchas, huesos, caparazones, pistas, huellas e icnitas”, zanja a Sinc Gloria Cuenca Bescós, de la Universidad de Zaragoza.
Ya a finales del siglo XIX nació la tafonomía, la ciencia que se ocupa de las “leyes de enterramiento” y que permitiría a los paleontólogos entender cómo dejaron su rastro los animales y así analizar la acumulación, modificación y preservación de los restos fósiles.
“La falta de conocimientos anatómicos hace que se reconstruyan chapuzas muy alejadas de la realidad”, explica la investigadora. Según ella, son necesarios nuevos métodos y tecnologías de excavación paleontológica para corregir los errores.
Por eso, antes de aventurarse a reconstruir nada, la primera pregunta que deben hacerse los científicos es: ¿cómo era el ser vivo cuyo fósil estudian? “Incluso así se cometen errores –recalca Cuenca-Bescós–, seguramente muchos más de los que nos gustaría admitir a los paleontólogos”.
Además, no todo lo que aparecía en los yacimientos eran restos óseos, también aparecían icnitas (huellas de dinosaurios), madrigueras fosilizadas, cáscaras de huevos, conchas de moluscos o de microorganismos unicelulares, polen, semillas, insectos y plantas en ámbar, entre muchos otros.
Ante la ausencia de partes blandas, los paleontólogos en general aplican técnicas y metodologías de anatomía comparada y tafonomía aplicada en el mismo momento de las excavaciones.
“Cuando conocemos cuáles son las zonas de inserción muscular podemos saber cómo era el músculo, qué fuerza debía de ejercer y qué palancas movía. Así no es difícil reconstruir un animal, aunque ya se haya extinguido”, señala.
El presente también les ayuda a reconstruir el pasado: la biología de las especies actuales son su modelo. ¿Cómo sabríamos sino a qué velocidad crecían los dinosaurios? La respuesta es gracias a observaciones con pollos y cocodrilos, sus parientes actuales más cercanos.
A estas técnicas se unen los análisis de ADN antiguo, de biomoméculas en sedimentos y en huesos. Solo así se ha logrado saber por ejemplo que los neandertales podrían tener el pelo rojo, conocer el color de las plumas de los dinosaurios o el tipo de bacterias que poblaron la tierra primigenia hace tres mil millones de años.
Pero la reconstrucción de un fósil no se completa hasta entender cómo y dónde vivieron los animales. Y en este sentido, uno de los aspectos que más han preocupado a los paleontólogos, dentro de la tafonomía, son las acumulaciones de los fósiles.
“Explicar la vida en el pasado requiere también saber cómo dejaron sus huellas los organismos que antaño formaban la biosfera”, asevera la científica de la Universidad de Zaragoza.
Cuando en los yacimientos aparecen grandes cantidades de restos de mamíferos amontonados solo existe una explicación: la acción de los homínidos o de los carnívoros. Y así lo ratifican varios estudios.
Es el caso del yacimiento de los Rincones en Zaragoza, donde se han recuperado 1.443 restos de fragmentos de huesos fósiles sobre todo de cabras. Se trata de uno de los pocos yacimientos europeos cuya acumulación se debe a la acción de leopardos y el uso de la cueva como refugio invernal por los osos pardos.
Los paleontólogos hallaron entre todos estos huesos los restos de osos pardos y leopardos que confirmaban así su actividad durante el Pleistoceno superior, hace más de 11,000 años.
Otro estudio reciente, liderado por científicos del Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH), también corroboraba la acción de los carnívoros en la preservación de los yacimientos. Los experimentos realizados con zorros en el Parc Natural de l’Alt Pirineu en Lleida permitieron demostrar que hace miles de años estos pequeños carnívoros acumularon grandes cantidades de huesos y también los modificaron, pudiendo producir grandes alteraciones en los yacimientos.
Solo teniendo en cuenta todos estos aspectos los científicos consiguen al final reconstruir no solo al animal o la planta, sino también todo su entorno, el ecosistema en el que habitó, cómo se reproducía y hasta cómo caminaba.
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