Monitor Sur/Especial
Daraa, Siria, 23oct2015.-Tienes 35 años, naciste, creciste y viviste toda la vida en la ciudad siria de Daraa –que se pronuncia Dareia– y allí conociste y te casaste con Raghida, que quince años después todavía te gusta, sobre todo su cara y sus ojos redondos, brillantes como higos.
Los mismos ojos, con pestañísimas negras, que tiene tu hija mayor, Mona, de trece años, una chica que en verdad no conocías, que estás conociendo y que hoy, ahora, admiras tanto, porque es fuerte, porque no se queja, porque inventa juegos y así distrae a sus hermanos pequeños: Bayan, Mayas, Omar y Layan. Porque tranquiliza a su madre cuando se desespera. Porque aprendió inglés casi sola y ahora es la traductora de toda la familia. Tú, Said, que no sabes hablar más que árabe, te sientes impotente, viejo y muy tonto, necesitando a tu hija para explicar que lo que más te gusta de tu mujer son sus ojos de higo maduro.
Llevas ropa deportiva: una camiseta roja con el escudo de algún equipo croata del que no eres fanático, una gorra negra, un pantalón beige de esos que tienen elásticos en los tobillos, calcetines blancos con rayas azules y rojas, zapatos deportivos, marca Nike, rojos. Estás vestido como para una excursión con tu familia, pero salvo los pequeños, cuya energía es un ciclón dentro de otro ciclón, nadie parece tener ganas de nada.
Estás sentado en la tierra, en Tovarnik, Croacia, un pueblo de poco más de dos mil quinientos habitantes, en la frontera con Serbia. Llevas ya tres días en este mismo campamento, si es que le puede llamar así a unas mantas en el suelo, donde se asentaron desde un principio junto con otros miles de sirios, afganos e iraquíes. Además de tu mujer y tus niños, os acompaña tu prima Ola y sus pequeños, Nour y Anas, y otro primo adolescente, Asad. El marido de Ola está preso en Siria. No saben por qué. Es inocente, repites, es inocente. Un día fue a trabajar –era carpintero– y no volvió a casa. De ese día han pasado tres años y, cuando se habla de eso, Ola se levanta y se va a mirar el cielo con los brazos cruzados. A ti, Said, también te iban a meter preso. O ibas a morir. Dices que si morías, el gobierno ganaba, que no querías que tus hijos crecieran sin padre ni tu mujer sin marido. Por eso estás aquí. Por eso llevas un mes un mes intentando llegar aquí.
Bueno, no. No aquí.
—Germany.
Alemania es la única palabra que te sabes. La que aprendiste antes que yes, water o food. Germany. En realidad, todo el mundo aquí se sabe esa palabra. Es un mantra, un sueño, Shangri-La, El Dorado, la tierra prometida.
—¿Por qué Alemania?
—En Siria, hijos no pueden estudiar, no pueden respirar, no hay aire como aquí.
—¿Pero por qué Alemania?
—Dicen que tratan bien a los refugiados. Que allá no se puede ni pegar a los niños. En Siria pueden torturarlos, hacerlos desaparecer, matarlos.
Antes de esto, es decir, de estar sentado en el mugriento suelo de un pueblo fronterizo, tu vida en Daraa era una buena vida. La vida de un hombre de Dios, dices. Tenías trabajo, a veces demasiado, arreglando la tapicería y el interior de los coches. Hacías tu dinero, mantenías tu casa, tenías amigos de toda la vida y de vez en cuando Raghida, para mimarte, hacía tus platos favoritos: ruz dyay, arroz aromático con cordero o pollo y frutos secos tostados salpicados por encima, o kebab, unas brochetas de carne a la parrilla que a Raghida le salen gloriosas. Podrías comerte tres platos ahora mismo. Sí: tres. Los ojos te brillan al hablar de eso. Pero aquí no hay fogones ni cordero, ni nada de eso. El menú se reduce a latas de atún o de sardina con pan, galletas dulces y saladas, chocolate, manzanas, plátanos, uvas, pasta, leche condensada, bocadillos. Comida nutritiva, suficiente.
—Pero no ruz dyay, no kebab.
Imagina que tu nombre es Said, eres un trabajador común y corriente, y que el hombre que gobierna tu país desde el año 2000, llamado Bashar al-Asad, no quiere dejar el cargo a pesar de que tiene una fuerte oposición en el pueblo. Así que estás tú y tu familia por un lado, el régimen, los extremistas islámicos que quieren hacerse con el poder y los rebeldes. Eso, lo que llamabas país, lleva cuatro años de la peor guerra civil del siglo XXI –armas químicas, torturas, ejecuciones masivas y bombardeos a civiles–. Así que un día de 2012 decides irte, como otros cuatro millones de sirios se fueron a diferentes países cercanos, como al vecino Líbano, mientras se calman las cosas. Demasiados amigos están presos o muertos, demasiadas bombas han caído sobre el país, hay ciudades que ya no existen, chamuscadas e inhabitables.
Te vas con todos, incluidos mamá y papá. Cierras bien. Guardas en el bolsillo las llaves de casa.
Un día alguien te llama al Líbano desde Siria. Ha caído una bomba en tu vecindario.
—¡Bum!
Tratas de explicar cómo son esas bombas que parecen una, pero son muchas y se desparraman como uvas al caer.
—Es una bomba, pero realmente son cuatro o más y…
Esta es la última frase que dice Mona en inglés. Calla. Mira a su padre, a su madre y se acuesta, dándoles la espalda, sobre una esterilla morada de las de hacer yoga. Las noches en esta época del año –casi otoño– caen como si cayera una manta sobre las cabezas y ahora todas las caras son siluetas. Llega Fadi Khalil, un joven de veinticinco años, iraquí, jugador de baloncesto, que puede echar una mano con la traducción. Fadi traduce que a Said y a su familia les llevó diez años poder tener su casa propia, que fue difícil porque hubo que apretarse el cinturón, vivir con los padres mientras se podía reunir el dinero y esperar, esperar, esperar.
Said hace un gesto con la mano que se entiende muy bien, que no necesita traducción: lo que les llevó diez años construir una bomba lo destruyó en diez segundos. Fadi traduce también que durante los tres años que pasaron en Líbano Said logró reunir diez mil dólares, trabajó de sol a sol, ahorró hasta el último centavo y vendió todo el oro que tenía la familia. Por ejemplo, las joyas que heredó Raghida de su madre, de su abuela, de su bisabuela. Ese dinero sirvió para pagar guías (gente que, por dinero, indica el camino a los refugiados), coches, autobuses, trenes, para llegar hasta aquí, hasta Croacia. Un viaje largo y peligroso cruzando Turquía, Macedonia, Serbia. Les queda algo de dinero, muy poco, para atravesar Hungría, Austria y llegar –por fin, por fin– a Alemania.
Imagina que te avergüenza tu olor.
Llevas diez días sin lavarte la cabeza, sin poder asear tu cuerpo. Eres musulmana y las mujeres de tu religión no pueden ser vistas por extraños sin pañuelo y mucho menos con poca ropa. Aquí, en este campamento improvisado en la frontera serbo-croata, no hay duchas, sólo grifos, que usan nada más los hombres y los niños. Ellos se lavan los pies, las cabezas, las axilas, todo el cuerpo. Pero tú no. Tú te aseas a escondidas, con dificultad, pero lavarse el pelo es imposible y en estos días ha hecho mucho calor y, bajo el pañuelo, tu cabeza huele mal.
Te llamas Rashida y eres una mujer de treinta y tres años, madre de cinco hijos, esposa de Said, te casaste muy joven y nunca has trabajado. Llevas un pañuelo animal print, atigrado, muy moderno y una gabardina color crudo que hace juego perfectamente con él. La gabardina tiene manchas de lodo, de hierba, de quién sabe qué más, y eso no te gusta, pero lo que peor llevas es el mal olor y la falta de productos para cuidar tu piel, para limpiarte y perfumarte.
-No soy yo. En este mes me volví vieja. Ahora soy una mujer muy vieja.
Dices que eres una mujer muy vieja y te tocas la cara, las dos mejillas a la vez y dices también que llevas un mes durmiendo en el suelo y que extrañas, como tu marido, el techo –haces un gesto con las manos, las palmas hacia arriba, abriéndolas hacia el cielo– y una casa que arreglar y limpiar.
Entonces pasa que te ríes.
—Arreglar y limpiar. Sí. Eso quisiera.
Pocos adultos ríen en Tovarnik.
Y tú te ríes por un ratito y tu hija, que te daba la espalda, se da la vuelta para mirarte.
Una fila enorme crece y crece frente a nuestros ojos. Gente mayor y gente muy joven. Algún padre en silla de ruedas empujado por su hijo. Un muchacho con una pierna de titanio. Una pareja con un rubio bebé de meses. Grupos de chicos que parecen estar en viernes de noche, listos para la discoteca –uno de ellos lleva una camiseta que dice I will dance for beer–. Algún hipster con sombrero de paja clara, camisa blanca y gafas de nácar. Una parejita de la mano. Niñas y niños de todas las edades. Adolescentes mirando su móvil como en cualquier parte del mundo. Un chico que ha encontrado en las donaciones de ropa un poncho de colorinches y lo exhibe ante sus amigos y amigas, que ríen a carcajadas. Gente que come. Gente que fuma. Gente que consuela a sus hijos inconsolables. Gente sentada en el suelo al lado de sus mochilas haciendo una fila que se pierde en la distancia.
Tal vez sean unas mil personas, tal vez más. Las cifras fluctúan, pero la policía croata dijo a la prensa que en apenas cuarenta y ocho horas habían llegado a este lugar, Tovarnik, más de dos mil personas. Esas personas esperan autobuses.
Said habla con Fadi.
—¿Autobuses a dónde? ¿A Hungría?
-La frontera de Hungría está cerrada.
—¿No la iban a abrir?
—No lo creo.
—Si cierran definitivamente la frontera con Hungría que Alá nos ayude. Prefiero morir a que esa situación se dé.
—Yo también.
—¿Entonces a dónde van esos autobuses?
—Nadie lo sabe en verdad.
No importa el medio de transporte que utilicen: tren, taxi, autobús, a pie. El viaje es dentro de un círculo. Serbia, Croacia, la frontera de Hungría, otra vez Serbia, Croacia, la frontera de Hungría: los Balcanes. Ni Hungría, ni mucho menos Austria, del territorio Schengen y la puerta previa a la soñada Alemania, abren la muralla.
Christoph, un periodista alemán, suda y camina su blancura y su 1,90 de alto, por la zona de Sid, frontera entre Croacia y Serbia, rodeado de campos de maíz y de cientos de refugiados que no se detienen a hablar con nadie, que están desesperados por llegar a donde sea eso llamado Eslovenia que, dicen, está abierto –nadie está seguro– y está más cerca de Alemania, la soñada.
En la huida abandonan cosas, hace demasiado calor, hay que ir demasiado de prisa: chaquetas, mantas, tiendas de campaña, carritos de bebé, comida, botellones de agua, juguetes, zapatos, las cosas de los humanos que van convirtiendo el camino en un extrañísimo paisaje apocalíptico. Entre los resecos maizales llaman la atención muñecos de peluches polvorientos, gorritos invernales, libros de pintar en quién sabe qué lengua.
Christoph grita:
—¡Hey, sal de ahí ahora mismo! Las zonas rurales de Croacia todavía están minadas de la guerra yugoslava. Fue hace veinte años, pero todavía están minadas. ¡Cuidado!
En el camino hay un cementerio y árboles bajo cuya sombra algunas personas descansan. A los pies de una lápida –negra, de mármol– de una familia apellidada Dzakula, donde están enterrados Kristina y Stoian Dzakula, un grupo de hombres sirios beben agua, se quitan los zapatos, fuman. Un policía croata ofrece algo de su almuerzo, pero es cerdo y los ellos dicen no, thank you, no. El policía les da pan, que aceptan. Un adolescente de pelo rizado, abundantes pestañas y hermosos ojos negros lleva una camiseta roja que dice No school, no stress. Preguntan si Eslovenia está muy lejos, dicen que tienen miedo de que allí también –como hizo Hungría pocos días atrás– decidan cerrar la frontera.
Christoph, que tiene su coche en el lado serbio, dice:
—Están jugando tenis con la gente.
—Sí, y nosotros somos los espectadores.
Así se despide:
—Ya nos veremos en algún otro punto de este laberinto.
María Fernanda Ampuero (Guayaquil, Ecuador, 1976) es escritora y periodista. Desde 2005 vive en Madrid. Sus crónicas se han publicado en revistas como la italiana Internazionale, la mexicana Gatopardo, la brasileña Samuel, la española Quimera o la colombiana SoHo. Ha publicado una recopilación de sus columnas (Lo que aprendí en la peluquería) y Permiso de Residencia. Crónicas de la migración ecuatoriana a España. En FronteraD ha publicado ¿Qué no ves que estamos en crisis? y mantiene el blog Esto es lo que hay. (Publicado en Fronterad).
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